lunes, 24 de noviembre de 2014

“Frente al espejo” de Lilibeth Aceves ofrece un retrato de la naturaleza humana (Reseña)



Editado por Dragonfly Books, 2014.
GUADALAJARA, México.- La sensibilidad humana, el conocimiento de uno mismo para entender al prójimo y cómo nuestras acciones repercuten en la consciencia universal, son parte de los temas que Lilibeth Aceves retrata a través de su experiencia en el libro Frente al Espejo, una obra que se materializa tras una vida dedicada a su estudio de la conducta humana, espiritualidad y filosofía, la cual fue presentada recientemente en el Hotel Mendoza en Guadalajara, Jalisco.

Este trabajo recibió el apoyo de Luis Barragán, esposo de la autora, quien como editor de profesión, exhortó a Aceves a compartir con el mundo estas reflexiones que nos ubican en la realidad del ser humano: todos somos uno. Frente al Espejo es un libro que nos lleva a una percepción más clara de nuestro papel en el mundo, porque si deseamos un cambio es nuestra decisión empezarlo.

Con esta obra, Lilibeth Aceves busca involucrar al lector en el despertar de nuestra conciencia al mundo que nos circunda, abriendo nuestra percepción al poder de nuestros pensamientos dejando de lado las barreras que la individualidad ha elevado sobre la acelerada vida actual.

Lilibeth Aceves, autora de Frente al espejo.
Aceves tiene una percepción privilegiada que agudizó durante más de 30 años de dedicarse a su carrera en Turismo, que le brindó la oportunidad de convivir con muchas personas de diversos países, lo que le ayudó a desarrollar su conocimiento de la naturaleza humana a través de la comprensión de nuestro propio reflejo en las personas que nos circundan, cómo somos realmente y cómo queremos que nos vean.

De padre mexicano y madre venezolana, Liliana Aceves creció entre múltiples viajes a los países de sus padres, Argentina y Estados Unidos, pero hizo de México su patria y de Guadalajara su hogar. Desde niña su talento para plasmar en letras sus pensamientos y emociones fue sorprendente para su familia y finalmente con Frente al Espejo, comparte este don con aquellos que como ella comparten un camino de búsqueda de armonía, paz y amor.



Presentación en Guadalajara, Jalisco.

























Frente al Espejo
ofrece respuestas a algunas de las interrogantes que nos acosado en nuestro desarrollo: ¿cuál es nuestro propósito de vida?, ¿podemos encontrar el sentido de nuestra existencia?, ¿de verdad lo queremos saber?


Con respuestas francas y sencillas, Lilibeth Aceves ayuda al lector a ubicar sus inquietudes en el diario acontecer de la vida para resolver dichos cuestionamientos a través del desarrollo integral. Leonor Torres, quien presentó el texto de Aceves, destaca de este texto que nos enseña “a quitarnos el peso que cargamos gracias a nuestro ego”, es decir, nos acerca a una liberación de los miedos y a confiar en nuestros instintos.

“Hay un poder superior que nos guía y al que debemos escuchar. Lo más difícil es comprender que sus tiempos, no son los nuestros”, comentó Torres.


Liliana Corona

martes, 11 de noviembre de 2014

Cada quien tiene cerebro para pensar y actuar como se le venga en gana. 

Los hechos están allí, tergiversados por los protagonistas, por los testigos, por los periodistas, por los políticos y por quien así lo requiera ante alguien que lo escuche. No hay por qué subestimar a quien no piensa igual que una, aunque una crea, aunque parezca, que una tiene la verdad. Tal vez los demás también están muy preocupados porque no trabajas en el gobierno, porque no estás pensando igual que ellos o porque creen que ser gay es mejor que ser heterosexual, incluso porque no quieres tener hijos o porque sigues tomando refrescos aunque seas diabética; cualquier incoherencia para nosotros, es perfectamente lógica para otros.

Eso sí, todos caemos en el absurdo de la masturbación mental al ser políticamente correctos, dando consejos a la ciudadanía sobre cómo sí se debe participar.

Facebook no es espacio público, no se hace política en ese servicio que registra y vende información a los gobiernos, al igual que este otro servicio gratuito de blogueo.

martes, 28 de octubre de 2014

Cielos grises (reseña)*

Charles Simic Una mosca en la sopa. Memorias(Traducción de Jaime Blasco)
Vaso Roto Ediciones
Barcelona, 2010


Dicen que la memoria se construye a partir de los tres años, que se trata de un tejido colectivo. Las memorias, diarios, cartas, autobiografías y biografías tienen el atractivo de hacernos parte de dicha construcción. Las memorias nos cuentan una parte de la vida del autor, quien nos guía entre los pasillos de sus recuerdos, frente a las vitrinas que ha elegido mostrarnos.


Podría decirse que Charles Simic (Belgrado, 1938) relata su vida con poco interés por destacar sus ventajas y virtudes. El poeta serbio nos invita a hacer el recorrido de una feria pobre en sus memorias. Nos conduce entre tendajos enfangados y juegos oxidados, donde uno puede salir volando de la rueda de la fortuna impulsado por la explosión de una bomba. Su feria tiene circo, donde no hay animales y el número principal es un poeta joven que no sabe por dónde empezar. A veces imita a los poetas de la generación beat y otras destruye sus versos convencido de su mediocridad.


El título Una mosca en la sopa es una frase que rechaza que se trate de una vida de carácter excepcional. La imagen es desagradable. Simic se sitúa como un ser que siempre estuvo incómodo en el entorno que fuere. Él se posiciona como uno más que padeció las consecuencias de la guerra, pero cuya historia no es distinta por esa razón, sino por otras. En las primeras líneas de esta obra expresa:


Son tantas las personas desplazadas, tan dispares los destinos individuales y colectivos que han tenido que afrontar que sinceramente resulta imposible, para mí o para cualquier otro, afirmar que alguien posee un estatus especial en virtud de su condición de víctima.

Despojada de la cualidad de extraordinaria, Simic nos cuenta su vida desde la perspectiva del que llegó aquí por equivocación. Como niño no congeniaba con su madre, la que aterrada huía sin sentido de las bombas en Belgrado; la madre a la que ocultó que extraía pólvora de las municiones rusas o nazis para cambiarla por cómics. El inmigrante joven que estaba fuera de lugar en la escuela nocturna de Estados Unidos, enfrentado a la dificultad de expresarse en otra lengua entre los artistas de su generación; incómodo eternamente por el insomnio. Y uno asiste a la exhibición de estas penurias como pueblerino mugroso, sentando en gradas desvencijadas, cómodo de reír con Simic, simultáneamente expectador y protagonista del espectáculo.

Belgrado ha sido la capital de la región conocida en el siglo XIX como principado de Serbia, posteriormente reino de Serbia, reino de Yugoslavia, Yugoslavia (socialista) y República de Serbia en nuestros días. La “Ciudad Blanca” fue objeto de bombardeos en la Primera Guerra Mundial. En la Segunda Guerra también fue atacada, tanto por nazis como soviéticos y por aliados, años en los que Charles Simic corría constantemente al sótano de su hogar para resguardarse de los ataques aéreos.


El autor de The World Doesn’t End matiza la confusión y la miseria con el tono sarcástico, con la belleza de otros varios recuerdos, proyectados en el cine de esta feria, improvisado bajo los cielos grises de la guerra. La hostilidad de su recorrido se suavizaba con la serenidad —o indiferencia, elija el lector— de algunos personajes de su vida: el abuelo y el padre, siempre dispuestos a comer y beber, y continuar durmiendo durante los bombardeos. Un padre que Simic nunca tuvo claro por qué se fue un día de Belgrado, ni tampoco entendió para qué se reincorporó a la familia una década después. No obstante, su relación con él era felizmente cómplice.

La familia es toral para la formación de Simic. Algunos memoriosos pueden omitirla en sus biografías, obviarla o mantenerla en privado. Sin embargo, para este poeta la familia converge una y otra vez con el vino y la comida en los recuerdos. Afirma incluso que “se podría escribir una autobiografía mencionando todas las comidas memorables que uno ha vivido, y probablemente sería una lectura mucho más entretenida que las memorias convencionales”.

De la misma manera, es inevitable para el ganador del premio Pulitzer de poesía (1990) contarnos de los alimentos literarios gracias a los cuales sobrevivió mientras estudiaba la preparatoria nocturna y trabajaba de día. Se paseaba por las calles de Nueva York buscando libros de viejo, como Patti Smith —otra poeta atormentada por el hambre. A propósito de sus hallazgos, Simic declara:


El libro que cambió radicalmente mi concepción de la poesía fue una antología de poetas latinoamericanos contemporáneos que compré en la calle Ocho. Publicada por New Directions en 1942 y descatalogado ya en la época en que la compré, me descubrió la poesía de Jorge Luis Borges, Pablo Neruda, Jorge Carrera Andrade, Drummond de Andrade, Nicolás Guillén, Vicente Huidobro, Jorge de Lima, César Vallejo, Octavio Paz y muchos otros. Después de leer aquello, la poesía de las revistas literarias que frecuentaba me parecía demasiado cauta.


Estas influencias revelan una relación poco evidente para los lectores de la lengua española, sobre todo porque se trata de un escritor con sesenta libros publicados de poesía y prosa que ha sido traducido a cuentagotas a nuestra lengua. Una mosca en la sopa fue publicado en inglés siete años antes (University of Michigan Press, 2000) que la traducción barcelonesa de Vaso Roto que ocupa esta reseña. Años en los que el escritor ha continuado activo y en los que la Biblioteca del Congreso estadounidense lo distinguió como el décimoquinto Poet Laureate Consultant in Poetry (2007). Simic se declaró honrado con el nombramiento, especialmente porque fue un inmigrante que aprendió a hablar inglés hasta los quince años. El niño que se vio obligado a mascullar francés para sobrevivir unos meses en París con su madre, donde se retorció cada noche tratando de dormir en el suelo, ha traducido al inglés la obra de poetas franceses, serbios, croatas, eslovenos y macedonios.


Foto: detalle de la serie de fotos "Carrying a Mirror Thru La Candelaria," por Miguel (originally color).
Foto: detalle de la serie de fotos "Carrying
a Mirror Thru La Candelaria," por Miguel.


La feria de la vida de Charles Simic es una feria itinerante que cierra con una proyección de cine en la carpa. En esta película, el poeta discute con un amigo sobre la existencia, el silencio y la conciencia. Una discusión alimentada por el vino que se diluye en imágenes grises, lluviosas, bélicas nuevamente. Primero la radio y después el cine constituyeron la principal compañía y fuente de inspiración del poeta serbio.


La poesía de Simic entra en este círculo con frecuencia, donde el origen del autor, el niño que jugaba a ser soldado, el inmigrante aislado y el hijo en guerra en el propio núcleo familiar, es un referente para entender dónde se posiciona. El tono contemplativo en ocasiones, introspectivo en otras, de sus poemas y su imaginería nace del potaje cocinado con alubias, cine, guerra, lenguas extranjeras, pintura, música y familia. El trajín de los juegos y espectáculos acaba en casa, con un banquete en el que se ha servido sopa.




* La revista Tierra Adentro publicó en su página electrónica una entrevista reciente (2014) con el poeta y Xitlátil Rodríguez, muy interesante y bien traducida por el buen Gerardo Piña. La disfruté tanto que me dieron ganas de compartir mi propia lectura de su autobiografía. Esta reseña se publicó en la revista Punto de partida número 180, julio-agosto de 2013. La edición completa está disponible en el sitio.

jueves, 26 de junio de 2014

Divagaciones ignorantes

A veces me desconciertan los jóvenes que se sorprenden con películas y libros que son considerados clásicos o con hechos que transformaron la vida del mundo entero. Luego me acuerdo de que voy a cumplir 30. Me recuerdo mi propia ignorancia y que he sido joven y que estoy en edad de entrar en crisis y que qué flojera debí haber dado (o doy) y entiendo que ser snob es empezar desde el silabario, enorgullecerse de dominarlo para poder pedir golosinas o paseos.

Después, reprimo a la criticona que vive en mi cabeza, la que ocupa 70 por ciento del espacio allí. Pienso en lo que pensaba antes de desconcertarme por los chavos. Es decir, vuelvo a pensar en Hacienda, en mis cuentos y ensayos dejados a medias, en esas cosas que nadie acaba de hacer, supongo.

Entonces pienso en lo frívolos que son los que dan like a las mascotas que sufren y los que se quejan online de que una institución gubernamental publicó una falta de ortografía en su cuenta oficial de tuiter y de los que citan a Cohelo y los que hacen memes que se burlan de los que leen a Cohelo y ya no pienso en mis deudas por un rato.

También pienso mucho en que no pienso nada, en que al agitar mi cabeza se puede oír perfectamente un balín claqueando en las paredes de mi cráneo. Pienso en que pensar sería divertido si supiera cómo y que debería aprender a bailar o plantar mis propios jitomates en casa para no consumir plaguicidas. Luego me siento un poco como Johnny, el del fusil, o como el Bulto Retes, y creo que yo también estoy allí de dientes para adentro, aislada.



Tal vez debería salir a caminar un rato en lugar de trabajar. O publicar esto en algún lado, me digo, pero entonces me avergüenza todo lo escrito, porque a final de cuentas es lo mismo que todos los demás han dicho. Y me acuerdo de todo lo que tengo que leer y de todo lo que tengo que ordenar y de todo lo que debería evaluar y ya nada más pienso en pensar.



Sonido blanco. Me concentro en pensar. Mis neuronas ya ni vibran. Mi estómago se estremece de forma permanente. Ahora entiendo por qué no soy más gorda pero soy panzona. Se llama colitis, se llama gastritis, se llama ansiedad, se llama cualquier cosa menos mariposas en el estómago. Podría ser mi hígado el que falle, después de todo, nunca he sido afecta al alcohol, pero sí a la bilis.

Y me pregunto si tiene sentido todo lo que he leído, pero con un procesador nano como el mío, es muy claro que no. Y me pregunto por todo lo visto, en el cine y lo poco en el teatro, el mucho en la tele y tanto en las computadoras. Entonces me doy cuenta de que no he hecho nada provechoso con toda esa información y de que por eso me enfadan los jóvenes que se sorprenden con los finales alternativos de Los olvidados.Otra vez quejándome de los retoños que no entiendo.



Algunos mirarán y afirmarán que no, no soy una jovencita, pero no soy tampoco una vieja. Como cuando uno es niño y quiere ser “grande” y en el preámbulo de ser grande sólo consigue ser un mocoso con acné y sin permiso para salir de noche, haciendo siempre planes de fuga. Lo bueno, o  lo malo, es que no tengo energía ya para dedicarla a planear con intensidad, sino que es hora de actuar. Estoy aterrada.

La ignorancia nunca ha sido limitación para aventarse a la “viva México”, al contrario: las alas de la libertad de las malas decisiones se despliegan por ignorancia. El problema es que ahora no soy tan ignorante como hace quince años, sino que soy consciente de mi ignorancia y de todo lo que no sé, así que estoy segura de que habrá consecuencias.

Pienso, creo que lo hago, en Sombras sobre el Hudson. Los personajes sabían que terminaría mal, pero hicieron lo que necesitaban hacer. Nada podría ser más pesimista, ni la novela de narcos El poder del perro, por ejemplo, ni siquiera esa novela es tan pesimista cono la historia de judíos neoyorquinos de Isaac Bashevis Singer.

En una nota promovida en feisbuc, Mila Kunis (una de las afroditas de moda, clones entre sí las mujeres del star system) afirmó que ella está segura de que se puede aprender de los errores de los demás. En Sombras sobre el Hudson la tesis es exactamente la opuesta: no importa la pasión con que se trasgreda, si el inicio es malo (para Bashevis Singer esto se puede interpretar como si te sales del huacal judío) terminará mal porque así es el ser humano, imbécil de origen, propenso a la imbecilidad y a sabotearse.



He conocido un par de jóvenes menores que yo, que se esfuerzan por no repetir los errores de las otras mujeres de su familia. Es maravilloso. Yo, en cambio, parezco haber heredado un gen que me impide dilucidar entre lo que sirve y lo que no, el que hace que uno se olvide de cómo es que se piensa.

En esta vía circular sobre la que me deslizo como sobre patines en el hielo me lleva a justificar (después de haberlos juzgado) a los que dan like a los perritos maltratados y a los chistes sexistas, pues tal vez han sufrido tanto el mundo que no quieren pensar en los niños que tienen hambre y se la calman con pegamento; o sufren por sus parientes de Michoacán, Guadalajara, Chihuahua, Guanajuato, Veracruz o Chiapas metidos al narcocultivo y al narcotráfico para acabalar sus gastos; me doy cuenta de que todos tenemos un pariente que emigró, legal o ilegalmente; un pariente que padece una enfermedad terminal; de que la muestra que el Munal trajo de la colección del Musée d’Orsay es mediocre; de que mi computadora no soporta páginas japonesas diseñadas para capacidades de descarga infinitamente superiores a la más “alta tecnología” de nuestro país y de que últimamente la gente de mi círculo está más desconsolada que de costumbre .

En mi generación, en mi círculo, pasamos cada día más tiempo en la oficina que en la vida. Por eso tantos likes, por eso tanto feisbuc y tanto blog. Como si no fuera suficiente, el diagnóstico de Zygmunt Bauman es más preciso que nunca: “el éxito del invento de Zuckerberg consiste en haber entendido necesidades humanas muy profundas, como la de no sentirse solo  nunca (siempre hay alguien en el planeta que puede ser tu “amigo” y vivir en un mundo virtual donde no hay dificultades ni riesgos”.*

Mis pensamientos se van por la vereda tropical mientras de fondo el radio de una compañera de trabajo toca a Laura Pausini, su éxito noventero “Se fue”. Mis pensamientos se van por el drenaje y desembocan en Orwell, otra vez, George Orwell en el inicio de mi vida, 1984, cuando Winston y Julia se reunían para hacer el amor en un cuchitril. Tal vez la escena más esperanzadora, la más tierna, es la tarde en que tras levantarse de la cama escuchan la voz de una mujer que lava y, mientras lo hace, canta con pasión una cancioncilla de amor en boga. Y prefiero no hacer más como que pienso.

lunes, 3 de marzo de 2014

Despedida

Luchita en su casa, primavera de 2010.
Foto: Elisa Aguilar Funes
Palabras que sean bellas, claras, precisas, que describan fielmente los recuerdos, que brillen a los ojos de otros para poder explicarme. Mi abuelita murió al cabo de 29 años de haberla tenido en mi vida. 


Por un error burocrático, idiosincrático, su nombre fue Lucy. Nació en los Estados Unidos el 13 noviembre de 1924. Como adulta, por miedo y necesidad de trabajar, tuvo la oportunidad de acudir a esos formidables burócratas pirata de la Plaza Santo Domingo en el Centro Histórico de la ciudad de México. Exitosamente, mi abuela obtuvo una nueva acta de nacimiento en la cual se llamaba María de la Luz y su fecha de nacimiento era cualquiera otra. 

Entre sus habilidades aprendió a patinar sobre el hielo de lagos congelados; sabía hablar inglés, pero lo olvidó con los años; y rezar, lo que nunca olvidó de la escuela de monjas en que estudió la primaria, fe que su propia abuelita le fomentó en años posteriores ya instalada en Michoacán.
 
Mi abuela tuvo virtudes heroicas, no exagero: crió a sus hermanos menores e incluso a sus hermanastros; se levantaba a las cuatro de la mañana durante los años en Zamora para poner el nixtamal y llevarlo al molino. La jornada incluía lavado a mano en las piedras del ojo de agua cercano, mientras su madrastra se dedicaba a tareas menos duras. 

No he contado por qué la familia de mi abuela dejó el país del norte. Sus padres venían de los Altos de Guadalajara y de Zamora, Michoacán. La madre de mi abuela padecía anemia o malaria o ambas, a saber, mi abuelita no pudo precisarlo. Cuando tuvo el último embarazo se debilitó mucho y los médicos norteamericanos le recomendaron ir a tierras cálidas. Regresaron a Guadalajara y de ahí, mi bisabuelo Aurelio, padre de María de la Luz, llevó la tropa a Michoacán. En esa época, Aurelio enviudó y mi abuela quedó a cargo, como he dicho, de sus hermanos menores.

Mi abuela alrededor de 1923.
Los hermanos varones crecieron y estudiaron. De las mujeres, sólo mi abuela tenía obligaciones de las que sus medias hermanas estaban exentas, así que se perfeccionó en las artes del hogar del campo mexicano. Igual que su madre, padeció los fríos (malaria), anemia y sus articulaciones empezaron a deteriorarse.

Una vez que su hermano menor estuvo en edad de aspirar a estudios de nivel superior, mi abuela fue comisionada para acompañarlo al Distrito Federal con la tarea de lavar su ropa, pues ¿cómo iba a andar sucio en el Instituto Politécnico Nacional? ¿Qué iba a comer o quién iba a servirle?

Cada jornada, el hermano regresaba con la bata bañada de grasa al cabo de sus prácticas con motores. Mi abuelita Lucha tallaba y batallaba con jabón hasta que, un día, otras señoras le recomendaron usar gasolina blanca. Santo remedio, "quedaban bien blanquitas sus batas".

Mi abuela pudo haber sido una bruta, pero no lo consiguió. Contra todo pronóstico para una mujer de aquellos años, tenía aspiraciones. En México, no entiendo bien a bien en qué momento, y ya no está aquí para corregirme, se fue a vivir por su cuenta. Por una parte, durante los estudios de sus hermanos, se dedicó a robarles los libros en secreto. Especialmente le gustaba leer los de geografía, volúmenes que después regresaba sigilosamente a su sitio para que nadie notara que estaba tratando de no ser sólo el apoyo de alguien más.

Una vez que se independizó se fue a vivir con "una señora y su hija", no pregunten los títulos, no supe quiénes eran estas personas o por qué mi abuela llegó a instalarse con ellas. Deduzco que fueron razones de trabajo. Mi abu cosía los pliegues finos de las camisas, como los alforzados de las guayaberas, de modo que obtuvo una nueva especialización en la máquina de coser. Ganaba dinero propio, no tenía que dar cuentas a nadie e incluso podía destinar unos centavos para ir al cine alguna vez.

Contaba mi abue que cuando andaba por la calle ocurrió, no una, sino en varias ocasiones, que mientras daba sus pasitos por las banquetas algún Judas de viejo le robaba besos de improviso. Cuando mi hermana y yo le preguntamos cómo reaccionaba, mi abuela decía que la tomaban por sorpresa y que se quedaba pasmada... Ay, abue, ¿pues cómo? Ella nos respondía que al menos los viejos no se miraban feos, que estaban guapos.


Un día supo que el Servicio Postal Mexicano requería empleados, así que se presentó para hacer las pruebas. Iba a ser un avance importante dado que al fin tendría prestaciones. Sería excelente para ella, una prófuga del metate, una fumadora pasiva, pero empedernida de las leñas del bracero.

Había que pasar dos pruebas y una era de geografía, para lo cual mi abuela estaba preparada. Pero la otra era nada menos que matemáticas. Mientras el grupo resolvía los exámenes, un hombre le propuso a mi abuela: "Le resuelvo lo de matemáticas, pero usted écheme la mano con el de geografía", plan que consumaron con éxito rotundo. Ya mi abuela se figuraba empleada de Sepomex cuando en medio de ensoñaciones y plática comentó que era estadounidense por nacimiento. Una de las señoras con las que charlaba le advirtió que no conseguiría un puesto allí debido a que no iban a contratar extranjeros, solamente mexicanos. Despavorida, mi abue corrió, como ya he dicho, a la Plaza Santo Domingo, lugar de tradición donde se emiten diplomas, títulos, facturas y actas de todo tipo por un módico precio al margen de la legalidad. Fue un esfuerzo inútil, a final de cuentas, no fue necesario ocupar el documento apócrifo...

De allí podemos saltar a las taquillas de correos. Finalmente, mi abuelita consiguió ser vendedora de estampillas y era muy feliz. Y esa etapa de tranquilidad, de madurez en algún momento fue alterada por un compañero de trabajo ocho años menor que ella. Un bohemio que tocaba la guitarra y gustaba de empinar el codo con frecuencia, mi abuelo. 


Mi abuelita vivió de todo con él, pero nunca dejó de luchar, como si su nombre, su sobrenombre, fuera una consigna para ella. Dedicó muchos años a trabajar porque el abuelo no aportaba lo necesario para sostener el hogar con todo y que también era ruletero (supe que tuvo un cocodrilo). 

De él sé poco. Recuerdo su muerte sobre todo y una grabación en la que todos los primos participamos, un audiocuento de Caperucita Roja. Fue una producción casera, improvisada, en la que mis primos fueron sonidistas y actores bajo la dirección severa de mi abuelo. Recuerdo que mi abuela sufrió por él, sobre todo en sus últimos días, diabético, con los riñones arruinados antes de tiempo. El abuelo se fue hace 24 años.


Hace unos días, mi abuelita libró su última batalla. Sufrió, fue torturada sin razón. Tuvo que luchar incluso para darse a luz a sí misma a lo que sea que sigue (si sigue algo, ella ya lo sabe). Una amiga mía me ha recordado que lo que queda vivo de quien amamos es lo bueno que nos legó. Esta buena amiga también me recordó que mi abuela finalmente se desprendió de un cuerpo, de una materialidad en la que padecía. Por supuesto, me reconforta.

Mi abuelita Lucha se fue un poquito después del día del amor. Acompaña a mi abuelo en una colina verde. Agradezco haber podido hablarle un poco antes, haberle dado la mano al menos un rato y haber podido besar su frentesita pálida. No tengo más que buenos recuerdos de mi abuela. Hay mucho que contar de ella, pero por ahora esto es lo que puedo compartir.


Mi abuelita, mi hermana y yo en la navidad de 2009.


miércoles, 12 de febrero de 2014

Michoacán

Mi amiga me saludó hace unos minutos. Como siempre, respondí que estoy bien. Me aferré al monitor y seguí programando tuits. Le gustó mi blusa. Es una blusa de manta sin forma, como un costalito con bordados en color azul a la altura de los hombros y el pecho, crucecitas en dos tonos del color. Me la regaló mi hermana, la trajo de un viaje a Michoacán, le respondo.

Pensé en Alma, mi hermana, viajando por esas tierras... La memoria me lleva a Zamora, a la infancia.

Mi amiga no sabe que hace un rato, antes de llegar al trabajo, bajé del metro y me dirigí al camión. Ocupé un asiento en la parte trasera y saqué el libro de la mochila para leer, el de otro amigo. Es un libro de poesía que me conmueve por muchas causas. Sin querer, miré de pronto hacia abajo, no el libro, no sus líneas de poesía masculina y fraterna, no. Miré el bordado de la blusa y mi rostro se contrajo. Mi cara horrible, enrojecida, apretando los ojos para no llorar.

Ni mi amiga del trabajo ni mi amigo el poeta saben que contuve las lágrimas, no saben que lo conseguí a mi pesar. No saben que tenía mucho calor y que ya quería llegar a la oficina, ni que esas lágrimas que no rodaron no se debían a la poesía.

Mi abuela es de Michoacán. Está despidiéndose, pero algo no la deja irse. Alma y yo le pedimos que dejara de preocuparse; pero cómo saber si nos escuchó.

Ojalá que cierre sus ojitos y los abra ya pronto en otra parte.