jueves, 22 de enero de 2015

Las luces de nuestros caminos

Es un día triste, ojalá sepas que no dejamos de pensar en ti.

Si la vida fuere menos engañosa, menos corrupta, menos compleja, menos distante, escribir carecería de sentido. En la injusticia caben todas las palabras previas. Y es a ella a la que temo.

Sólo se puede escapar por medio de la mente. Ojalá pudiéramos ser como los gatitos, indolentes. Pero no tenemos el don de volvernos autistas a voluntad. Nos quedan las letras, los rayones por trazar en el cuaderno, nos quedan las fotos y las llamadas telefónicas.



Pienso mucho en todos los caminos por los que pasamos juntos. Yo era la única que no dormía porque me daba miedo que se te pegara el sueño, tal como nos advertías cuando conducías de noche. Mi hermana y mi mamá se vencían por el arrullo cuando viajábamos en la camioneta. Para no dormir, yo cantaba todo lo que sonaba en el estéreo del auto, miraba la luna y los arbustos, las sombras de los árboles y las calvas de los cerros bañados de luz de plata al lado de las carreteras.


Recuerdo sobre todo el recorrido que hicimos hacia Michoacán. Una carretera de vueltas en descenso, cercada por el verdor de los bosques a cada lado. Íbamos a tomar el camino de Pátzcuaro antes de dirigirnos a Zamora. No recuerdo bien cada pueblo. Como en los sueños, no hay tiempo que sea preciso en mi memoria, pero estaba soleado.

El verde se tornaba amarillo entre las hojas de los árboles que filtraban la luz del sol. Viento fresco en mi rostro, mi cabello enredándose, formando nudos, liberando mi cabeza de toda aprensión. Sentía la velocidad en mis pómulos, refrescante, con la confianza plena en tus manos sobre el volante.


En ese viaje paramos en Paracho y compramos un moisés de muñecas. Allí nos hospedamos en un hotel donde se presentó un espectáculo de baile folclórico. Apenas recuerdo los labios encendidos de las mujeres que taconeaban en el patio, sonrientes bajo la lluvia de serpentinas y confeti multicolor. Alma y yo jugando en la casita de madera en el pasillo cerca de la habitación. El juego consistía en escondernos de otros huéspedes y salíamos corriendo cada que alguien se acercaba.

Unos días después, Alma y yo tratábamos de acurrucar a los gatitos del rancho del bisabuelo en el moisés. De inmediato, los felinos pulgosos huían y los metíamos de nuevo. Parecía un juego interminable. También fue en esos días la primera vez que probé el requesón.

Aunque los visitábamos a ellos, los bisabuelos eran raros, extraños para mí. Mi abuelita alguna vez dijo que la piel de la espalda de su papá era como una costra gigante. Decía que la resequedad de su piel era tanta que su segunda esposa, Justina, mi bisabuelastra, lo fregaba con alcohol para calmar el escozor. Su recámara estaba en tinieblas, nunca entré allí, sólo vi desde la puerta una escalera de esas que los paisanos tallan toscamente en troncos de madera, como las de los mineros. Por allí se subía a un granero en el desván de la casa.

Una noche, Justina nos contó historias de miedo mientras cenábamos, "La Charra Negra" debe haber sido. Después, mi hermana y yo estuvimos jugando en un montón de olotes hasta que nos salió, de entre los troncos de elote desgranados, una tarántula. Su pelo era color miel. Justina nos apartó y luego terminó la cena. Esa noche mi papá vio una estrella fugaz mientras esperábamos en el huerto a mi mamá para irnos a dormir.

Fueron días lluviosos. Estuvimos poco tiempo allí, quizá un par de días. Se grabó en mi memoria la despedida del bisabuelo, melodrámatico pero acertado. Estábamos por salir de regreso a casa. Mi mamá me había peinado y fui al cuarto donde dormíamos para guardar el cepillo en la maleta. Allí estaba sentado el viejo, me dijo: "Ustedes son la alegría de la casa, atrapando a los gatos... Cuando vuelvan ya no me van a encontrar". Tal vez era septiembre u octubre de 1992 o 1993, el viejo tenía 90, yo tal vez 8 o 9. Murió el último día de ese año.



Yo esperaba ver luciérnagas, papá, pero esa ocasión no las hubo. Ya nunca regresamos al rancho. Recuerdo estas cosas, pero he olvidado mucho; otras escenas escapan antes de que pueda describirlas. Ojalá podamos viajar juntos de nuevo, mirar las brujas en el camino, esas piedras volcánicas que salen volando y atraviesan los cielos en la carretera por las noches. Quiero mirar todo tipo de luces juntos.