sábado, 16 de mayo de 2020

Contingencia y mudanza

El encierro es lo que más anhelaba, lo quería con toda mi alma, pero ahora estoy confundida, agobiada. Tengo demasiadas cosas en casa, tantas que desbordan los muebles y se riegan por los pisos, no como ríos que dan armonía y limpian, más bien como lava que impide la transparencia, que oculta las cosas que quedan debajo, lava que arrasa con los pisos y forma algunos huecos donde se esconde la gata. Esta lava densa, ardiente, lo pierde todo.

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Cuando el gobierno de México encabezado por Ávila Camacho expropió los terrenos del Pedregal de San Ángel en 1946 para construir Ciudad Universitaria, se eligió esas tierras ejidales porque eran baratas. La roca volcánica es muy nutritiva, rica en minerales, pero demasiado dura para los campesinos mexicanos, incapaces de explotarlas sin instrumentos ni recursos. Tuvieron que vender barato.



Se compraron 733 hectáreas para construir el conjunto en el que probablemente hoy algunos de sus nietos o bisnietos, hasta marzo pasado, se formaban en la academia para no trabajar el campo con sus manos. Fragmentos aquí y allá entre las instalaciones dedicadas a la docencia, investigación y divulgación entre los que 237.3 hectáreas sobreviven salpicadas entre los edificios como reserva ecológica. Vida hecha de hermosos helechos, cactáceas, girasoles, mastuerzos, algas, hongos, líquenes; vida hecha por los colmillitos de las muchas especies de ratas, arácnidos, murciélagos, serpientes, ardillas; caracoles, zorras grises, tlacuaches, cacomixtles, urracas...

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Desearía que esta lava de cosas se petrifique, que no siga avanzando, que el magma se detenga y empiece a ser fértil. Quizá en cien años emerjan helechos desde donde pondré mis ojos para ver el sol. Hoy me toca cerrarlos porque no puedo limpiar todo esto.

 


Magueyes en la REPSA, 2019.




Duraznos en la REPSA, 2020.