Mi amiga me saludó hace unos minutos. Como siempre, respondí que estoy bien. Me aferré al monitor y seguí programando tuits. Le gustó mi blusa. Es una blusa de manta sin forma, como un costalito con bordados en color azul a la altura de los hombros y el pecho, crucecitas en dos tonos del color. Me la regaló mi hermana, la trajo de un viaje a Michoacán, le respondo.
Pensé en Alma, mi hermana, viajando por esas tierras... La memoria me lleva a Zamora, a la infancia.
Mi amiga no sabe que hace un rato, antes de llegar al trabajo, bajé del metro y me dirigí al camión. Ocupé un asiento en la parte trasera y saqué el libro de la mochila para leer, el de otro amigo. Es un libro de poesía que me conmueve por muchas causas. Sin querer, miré de pronto hacia abajo, no el libro, no sus líneas de poesía masculina y fraterna, no. Miré el bordado de la blusa y mi rostro se contrajo. Mi cara horrible, enrojecida, apretando los ojos para no llorar.
Ni mi amiga del trabajo ni mi amigo el poeta saben que contuve las lágrimas, no saben que lo conseguí a mi pesar. No saben que tenía mucho calor y que ya quería llegar a la oficina, ni que esas lágrimas que no rodaron no se debían a la poesía.
Mi abuela es de Michoacán. Está despidiéndose, pero algo no la deja irse. Alma y yo le pedimos que dejara de preocuparse; pero cómo saber si nos escuchó.
Ojalá que cierre sus ojitos y los abra ya pronto en otra parte.
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