viernes, 9 de diciembre de 2016

Agüelita mi película



Eran tiempos de represión, me contaba mi abuela. Como que en otros países había harta libertad. Estaban de moda los Beatles, los Rolling, los Animals, bandas a todo dar que tocaban rock y que luego empezaron a tener éxito en los setenta. Grupos que todavía oímos mis carnales y yo, a mi abuela le gustaban también. Ella amaba leer y devoraba todo. Así fue como se hizo de educación, solita se abrió las puertas trabajando y estudiando, no le dio miedo hacer limpieza ni vender dulces en la escuela. Eso sí su única debilidad siempre fue el cine, y aunque le tocó una época de cine basura, también vivió otra totalmente opuesta.


Era bien alivianada, y es que era huérfana, de lo contrario me imagino que no la hubieran dejado salir. Imagínense, acá la pastilla anticonceptiva y las drogas que ya se usaban, todo eso que iba contra la moral de los cincuenta ¿no? Mi abuela me contaba que una vez hizo una apuesta con sus cuates, la retaron a ver la “película del momento”: Chicas casaderas. Ja, ja, ja, ja… Ya me imagino… Me puse a buscarla en YouTube y es una porquería. Decía mi abuela: “Pagué mis cuatro pesos para ver la cinta estelarizada por Maricruz Olivier, Silvia Suárez y Martha Elena Cervantes. Había hecho una apuesta con mis amigos de que soportaría verla completa y lo logré sólo por el dinero. Cuando salí del cine Coliseo y vieron mi cara morían de risa: “¡Ahora sí, Viris! ¡Ya te puedes casar!”, “¡Manual completo para ser mujercita!”, “¡Ahora sí te sabrás comportar con un hombre que te quiera de verdad!” Odiaba sus risitas idiotas, parecía divertirles mucho el que tuviera que soportar ver a una triada de niñas popis y su expectativa por casarse.”

Nota sobre Chicas Casaderas, 3 de febrero de 1961, Cine Mundial.


¡Ay, mi abuela!, era re chida, la extraño. Todavía me acuerdo de su cara cuando me contaba, con los ojos desorbitados del enojo, pero se reía también. Le hartaba pensar que era una época de libertad en todo el mundo, ¡los años sesenta! Que había un auge del cine europeo y que aquí en México se hacían esas babosadas de niñas buenas y diálogos como plastas. Estoy de acuerdo. Me puse a buscar el otro día que fui a la hemeroteca y veía en algunos encabezados sobre el cine mexicano en crisis. Era una época convulsa para la industria, aunque en esa época mi abuela no se daba cuenta de hasta qué extremo. Ella se la pasaba en el cine-club de la Facultad de Ciencias de la UNAM, que era como un oasis y que todavía lo sigue siendo. Y es que ahí conoció a mi abuelo, era uno de los programadores del club, los dos eran aficionados al cine. De algún lado lo tenía yo que sacar ¿no?

Mi abuelo decía que en casa de sus tíos compraban una revista, acá como periódico, que se llamaba Cine Mundial, porque les gustaba enterarse de los chismes de la farándula, que ya salía mucho de la tele también y chavas en bikini o envueltas en toallas, ja, ja, ja, ja… No me quedé con la duda, que voy corriendo también a buscarlo en la hemeroteca. Me mataba de risa ver los anuncios de que la cirugía estética era la onda y exhibían como trofeo a las actrices del momento con su rostro del antes y del después. Sólo que me dio cosa pensar en casos como los de Elvira Quintana, que por andarse inyectando silicón en las piernas y en las chichis terminó con tremenda bronca en los riñones. Elvirita, como luego la nombraban, tan guapa y con una muerte tan cruel.

En fin, que encontré hasta algunos reportajes de Muchachas casaderas y me acordaba de mi abuela. Pero también encontré artículos sobre Viridiana de Luis Buñuel, que era una de las películas favoritas de mis viejos, sobre todo de ella que encima se llamaba igual que la peli. Cuando se estrenó Los olvidados, mi abuela apenas iba en sexto de primaria, pero como era bien chilmolera se enteró de todo el merequetengue que se había armado. “Al señor Buñuel hasta le exigían que lo expulsaran del país. ¡Qué lamentable! Todos cambiaron de idea cuando Octavio Paz publicó a favor del filme. ¡Borregos sin criterio!” Mi abue era a todo dar, ¡ojalá un día supiera tanto como ella!

Las noticias del cine no mejoraban, hasta parecía que iba a desaparecer. Cuando mi abuela me contaba eso su mirada se ponía seria. Entre notas de farándula y anuncios para usar la cirugía estética que te hicieran ver como Kitty de Hoyos (¡qué horror!), aparecían otras sobre los pleitos de los sindicatos y la situación de crisis que atravesaba la industria. Estaban los sindicatos de Trabajadores de la Producción Cinematográfica (STPC) y de Trabajadores de la Industria Cinematográfica (STIC) que emplazaban a huelgas; que hacían llamados al Presidente de la República, Adolfo López Mateos (o Paseos, como ahora le dicen muchos), para inyectarle apoyo financiero a la industria; y las constantes consignas de la comunidad cinematográfica exigiendo que se diera apertura al cine enlatado. Chiaaaa… ¡Muchas películas de los sesenta no se vieron hasta los setenta!

Eran pocas las pelis que vale la pena recordar y rever de esos años. Cuando era niño, me gustaba ver en VHS o en la tele con mis abuelos, Los hermanos Del Hierro (Ismael Rodríguez, 1961), Viridiana (Luis Buñuel, 1961), Ánimas Trujano (1961), Tiburoneros (Luis Alcoriza, 1962), Los caifanes (Juan Ibáñez, 1964), y algunas otras. Esa de Los caifanes que risa nos daba verla: “Comunícame tu ardor” decía la Julissa, ja, ja, ja, ja… Yo me partía de la risa porque más bien me acordaba de ella en la telenovela Agujetas de color de rosa. La neta estaba más chido ese personaje que todos los fresones que hizo después y que siguió produciendo con La Onda Vaselina y el calendario del amor.


Esos pocos títulos eran excepciones. Los sesenta fue una década de crisis económica y creativa. Directores como Roberto Gavaldón o Julio Bracho ya estaban más viejitos y se dedicaban a hacer historias “eróticas” o comedias sin chiste que no trascendían más que a la taquilla. “¡Puro dinero! Ya no les interesaba hacer algo bueno”, me decía mi abuela. Luego se acordaba que había unos cines que se caían a pedazos y los que estaban más chéveres nomás ponían cintas de Hollywood y algunas europeas. Estaba de moda la Nueva Ola Francesa, una corriente que lideraban unos críticos de cine que formaron la revista Cahiers du Cinéma.


Decía mi abuelo que se acordaba de haber visto en las marquesinas títulos como Ben-Hur (William Wyler, 1959), Sin aliento (Jean-Luc Godard, 1960), La dulce vida (Federico Fellini, 1960), Desayuno con diamantes (Blake Edwards, 1961);  y acá de producciones nacionales, unas como Juan Polainas (René Cardona Jr., 1960), Chicas casaderas (Alfredo B. Crevenna, 1961) o El extra (Miguel M. Delgado, 1962). Esa del Extra era con Cantinflas, que ya más bien parecía el señor Mario Moreno y que lejos estaba de ser la estrella de la Época de Oro. Mi abuelo Jorge invitaba al cine a mi Viris querida. No les sorprenda que sepa de cine, mis viejos siempre fueron asiduos y con ellos me crie más que con mis papás, que se la pasaron trabajando para darme escuela.

Jorge era de la clase media. ¡Gran decepción que se llevaron sus papás cuando escogió a Viris! Eso a él no le importaba, le gustaba la libertad de mi abuela, que no pensaba como otras chavas de su estatus. Cuando le preguntaba a mi abuelo qué cine prefería la clase media me decía que se sentían más cómodos con el foráneo y que por eso “había un abandono de los mexicanos a su mismo cine”. Estaba de la tostada, mi abuelo recordaba que por ahí de 1961 Carlos Tinoco, que era Secretario General del STPC y amigo de mi bisabuelo paterno, anunció públicamente que comenzarían a gestionar una audiencia con López Mateos para hablar sobre la crisis cinematográfica.

Poco sirvió. El STPC ya tenía broncas fuertes con los productores que ni siquiera pelaron sus demandas. Y es que pedían aumento a los salarios hasta en 45 por ciento y la participación de utilidades, contaba mi abuelo. Luego había también otra bronca: desde 1958 se realizaba la Reseña Mundial de Cine de Acapulco, y al igual que la producción cinematográfica, entró en crisis a principios de los sesenta.

Era un evento magno, como dirían en las revistas. Iban directores, actores, productores de todo el mundo. Mi abuelo guardaba algunos de los folletos que daban porque él fue un par de ocasiones. Venían anunciadas personalidades como Martha Legrand y Héctor Olivera, de Argentina; Otto Preminger y John Gavin, de Estados Unidos; George Sadoul, de Francia; y Vittorio de Sica, de Italia.

Ahí medio la llevaban, pero como a los presidentes les dejó de importar, el espectáculo se cayó. Ya para 1964 entró el dientón, ¡ay perdón!, el abogado Díaz Ordaz. A éste lo tengo en peor concepto que a otros, pero siendo estudiante de la Universidad Nacional no podía menos. Pues total, el Díaz Ordaz, quien por cierto fue también colaborador de la CIA, le dio al traste a la Reseña porque ya ni apoyó financiera ni políticamente la organización y en 1968 tronó, igual que tronaron otros asuntos más cabrones.

El cine mexicano se sostenía con alfileres, parecía que la situación no iba a mejorar. Pero no todo era gacho. Ya saben que en medio de las crisis aparecen cosas chidas. Mi abuelo podía comprar la revista Nuevo Cine que costaba $3.00. Yo heredé los siete números que se publicaron, son uno de mis tesoros. Era un intento de hacer un Cahiers du Cinema pero en México, o algo así me imagino. Eran críticos de cine más serios que los que aparecían en Cine Mundial y enemigos acérrimos. “¡Se daban luego hasta con el molcajete!”, decía mi abuelita.

Querían hacer una luchita para cambiar a la industria y aunque duraron poco, apenas más de un año, decía mi abuelo que era una publicación necesaria, pues “hacía contrapeso a otros periódicos y revistas que se vanagloriaban en el chisme del espectáculo”. Me gusta mucho el objetivo uno de su “Manifiesto”, el cual apareció en el primer número de la revista. Decía que buscaban: “La superación del deprimente estado del cine mexicano”.* “Es que sí era deprimente”, decía mi abuela.

Firmaban José de la Colina, Rafael Corkidi, Salvador Elizondo, Jomi García Ascot, Emilio García Riera, J. L. González de León, Heriberto Lafranchi, Carlos Monsiváis, Julio Pliego, Gabriel Ramírez, José María Sbert y Luis Vicens, muchos que luego siguieron escribiendo y publicando de cine. Sin García Riera probablemente no sabríamos de muchas películas que se hicieron en México, por ejemplo. Luego estaba Jomi García Ascot, un refugiado español que hizo un filme basado en un relato de su esposa María Luisa Elio, En el balcón vacío (1961). Es un largometraje de apenas 70 minutos filmado en 16mm que bastó para que la comunidad ávida de cine con más calidad se uniera en pro de la transformación de la industria.

Los escritores de Nuevo Cine trataban de empujar propuestas como las de García Ascot que se alejaran de los contenidos banales o moralistas que ni siquiera tenían buen uso de la técnica, o sea, como los que hacían puras porquerías como Chicas casaderas, ja, ja, ja, ja.

Lástima. La revista que era mensual nomás se publicó hasta agosto de 1962 porque no tenían financiamiento para seguirla sacando sólo “por amor al arte”. Parece que la situación de los sesenta y la de los dos miles no es muy diferente ¿verdad? Pues ahí tienen que el flamante nuevo presidente, Gustavo Díaz Ordaz, prometió sanear al Banco Cinematográfico Nacional. “¡Pinche viejo, puro atole con el dedo!”, refunfuñaba mi abuela cuando se acordaba.

Pero el STPC se sentía con ánimo, recordaba mi abuelo, y trataba de mejorar los aires del cine mexicano. Por eso en 1965 convocaron al Primer Concurso de Cine Experimental en México. El evento resultó un éxito y doce títulos quedaron en competencia. El primer lugar lo ganó La fórmula secreta, de Rubén Gámez, que es una cinta que efectivamente es una propuesta experimental, un proyecto audiovisual único en su género. “¡Qué envidia me da el Gámez!”, les decía a mis abuelos. Quería hacer algo así y ellos me decían que lo hiciera pero nunca lo intenté hasta que murieron. Y no me fue mal, mi corto se fue a varios festivales. Mis abuelos estarían orgullos de mí.




Eran tiempos de crisis para el cine mexicano. Algunas de las estrellas de la Época de Oro ya habían muerto, como Jorge Negrete, Pedro Infante o Blanca Estela Pavón. Por cierto, Blanca Estela le sacaba suspiros a mi abuelo y Viris se ponía celosa, ja, ja, ja, ja. Luego Jorge, mi abuelo, le decía que ella era más hermosa que Silvia Pinal, y ella se ponía re contenta. Luego también los géneros “estaban ya muy manoseados, porque ya uno estaba aburrido de ver los mismos melodramas cursis y comedias baratas”, decía mi Viris. La industria parecía estar sentenciada al cadalso. ¡Qué joda!


Y luego, a finales de los sesenta por si fuera poco, sucedió lo del 2 de octubre. No sé si para los extranjeros sea desconocido el tema, pero no lo creo porque estaba cerca de las Olimpiadas. Vino un chingo de reporteros de todo el mundo y aunque quisieron tapar el suceso salió en los medios. ¿No supieron? Pues para los compas más chavos, resulta que en julio una bola de granaderos quiso “poner orden” en una riña entre cuates de las Vocas 2 y 5 del Poli y de la prepa Isaac Ochoterena, incorporada a la UNAM, luego de un partido de americano. Los pinches granaderos hirieron a varios alumnos y maestros y al día siguiente como era de esperarse, la UNAM se declaró en huelga indefinida.

Al poco tiempo, varias universidades más, públicas y privadas, se unirían, hartos de tanta represión. Los chavos querían expresarse libremente, querían opinar y ser escuchados por el gobierno, por sus papás, por las empresas. También buscaban el respeto a la autonomía. A las manifestaciones acudieron amas de casa, campesinos, obreros, trabajadores de todas clases. La respuesta del pinche dientudo era mandar al ejército a madrearlos más.

Mis abuelos iban a las marchas, varias veces salieron corriendo. Se acuerdan de la del 1 de agosto, a donde fue Barros Sierra, rector en ese entonces de la UNAM, y a la del silencio el 13 de septiembre. “Tu abuelo no quería que yo fuera, pero ¡qué chingados! ¡¿A poco me iba a quedar nomás a papar mosca?! ¡Ni madres! ¡Yo también quería que cambiaran las cosas!”, me decía mi Viris toda alterada.

Eso sí… se le llenaban de lágrimas los ojos cuando recordaba el pinche discurso de Díaz Ordaz el 1 de septiembre de 1968: “Hemos sido tolerantes hasta excesos criticados, pero todo tiene un límite. No podemos permitir ya que se siga quebrantando irremisiblemente el orden jurídico como a los ojos de todo mundo ha venido sucediendo”. “¡Pinche viejo inhumano!” Qué coraje le daba a mi abuela, porque además una de sus amigas fue asesinada en la Plaza de las Tres Culturas en Tlatelolco. El gobierno dijo que murieron 20 en la redada que les preparó el Batallón Olimpia (enviado no sólo por el dientudo, sino por el Secretario de Gobernación, Luis Echeverría, abusados que al rato lo vuelvo a mentar). Algunos reporteros de medios internacionales como la BBC o The Guardian, hicieron investigaciones en donde se llegó a afirmar que fueron cientos los muertos.

La masacre del 2 de octubre es rememorada cada año con una mega marcha para que nunca se olvide. Así gritamos como consigna “¡2 de octubre no se olvida!” y siguen asistiendo estudiantes, maestros, familiares de muertos y desaparecidos, y gente de todo tipo. Pues este hecho que dejó marcado a Ordaz más que su dentadura de caballo, fue el hecho que de alguna forma marcó al siguiente presidente. “Pa pronto mijo, que gana otra vez el PRI, que gana otra vez un Secretario de Gobernación”, me decía mi abuela irónica, cuando era niño. Buenas y malas noticias. Luis Echeverría Álvarez, el que les menté hace rato, quedaría al frente del país. Las buenas eran que a raíz del 68 este cuate quería aplacar las aguas y agarró como estrategia incluir a los jóvenes.

Al principio fue más o menos lo mismo, porque en el 71 que les vuelven a partir el queso a los estudiantes. Hasta Gabriel Retes hizo una peli bien cagada en 1991 que llamó El bulto, sobre un güey que por un macanazo queda en coma hasta que despierta 20 años después, ya viejo, para enterarse que sus chavitos ya están en la Universidad, que su esposa ya hizo vida con otro güey y que sus cuates comunistas ahora hasta burócratas son. En fin, como les decía, Echeverría ya tenía plan trazado, ¡cómo no iba a ser! ¡A huevo necesitaba legitimarse en el poder porque nadie lo quería, ni a él ni al partido que representaba! Los tenían por bola de represores, cuadrados y asesinos.

Así empezó un plan en el que se trataba de incluir a la banda joven. De entrada el gabinete iba a estar formado por cuates treintañeros, ¡algo nunca antes visto! Para seguir, el Estado iba a impulsar a la cultura y uno de los beneficiados iba a ser el cine. “¡A toda madre!”, decía mi Viris, “ahora sí podré hacer pelis”. Mis viejos se beneficiaron de esta ola. Jorge consiguió trabajo en los Estudios Churubusco, formados en 1972 y trabajó como asistente de producción en películas como El castillo de la pureza, de Arturo Ripstein y Fe, esperanza y caridad, tres relatos cortos escritos por Luis Alcoriza del cual sólo vale la pena el último, dirigido por Jorge Fons. Más adelante produciría las películas de mi viejita.

Mi abuelo conoció a muchos artistas, directores, guionistas, productores y de paso yo también conocí a algunos. Era una época de bonanza, la represión se diluía y se abría paso a nuevas generaciones de cineastas con ganas de hablar sobre los conflictos sociales que antes nunca habrían tenido salida. Mi abuela hizo carrera como realizadora, a lo mejor les suena: “Viridiana Román”. Ganó premios internacionales, su película más importante fue Atravesando el desierto, traducida a cinco idiomas. Adoptó el apellido de mi abuelo, pero juntos hicieron grandes proyectos que yo admiré siempre.

Los 70 fueron años de crecimiento e independencia para el cine. “Era el mejor de los mundos posibles”, decía Jorge, porque el Estado había caído en cuenta de que se iba a beneficiar del círculo de intelectuales pertenecientes a la cultura. Fue un golpe de suerte, la mera neta. Todo se conjuntó para que así sucediera. El Estado, tras la masacre del 68 y el halconazo del 71, quería captar el apoyo de jóvenes y del círculo cultural, un grupo pequeño pero efectivo para legitimarse en el poder. Estaba la nueva generación de directores que quería expresarse y ya traía formación académica; algunos eran los primeros egresados del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos que la UNAM fundó en 1963. Entre ellos se cuentan Jorge Fons, Jaime Humberto Hermosillo, Marcela Fernández Violante y Alfredo Joskowicz (quien por cierto nació el mismo año que mis abuelos), entre otros.

Estos nuevos realizadores tenían historias por contar, historias suyas, que les pertenecían, por eso también su cine valía más. Ya no era el cine de productores que fue en la Época de Oro ni fue el cine de taquillazo como el de la crisis. Era una nueva industria tomada desde sus cimientos por el propio Echeverría, quien además tenía al frente del Banco Nacional Cinematográfico, la máxima institución de este rubro en México, a su hermano Rodolfo Echeverría o Landa como se hacía llamar cuando fue actor. A pesar del nepotismo, Rodolfo Echeverría hizo buena chamba, apoyó mucho a la producción de cine crítico, independiente. Los directores tenían toda la libertad de presentar una historia política crítica y que no sólo les fuera aprobado el presupuesto a cargo del Estado, sino que les daban todas las facilidades para terminar la filmación. Además, entraban sus filmes a cartelera en cines rescatados por el gobierno y se exhibían dentro y fuera del país. La infraestructura estaba todita a disposición de los cineastas.

Ya en los setenta estaba el auge del hippie en otros países. Estados Unidos y sus jóvenes experimentaban con psicotrópicos y su cine venía más poderoso. En el 70 se estrena Mi vida es mi vida de Bob Rafelson; Stanley Kubrick presenta en 1971 su magnífica Naranja Mecánica; en el 72 llega a las pantallas El Padrino de Francis Ford Coppola; para el 74 William Friedkin presenta la icónica cinta El exorcista; en el 75 Steven Spielberg jode a los nadadores de playa con Tiburón, y así una lista interminable de cine de culto.

En Europa y Asia ni se diga. Los experimentos también estaban motivados por los sentimientos de sus creadores, la necesidad que tenían de expresarse más a través del filme. Luis Buñuel volvía a sorprender con El discreto encanto de la burguesía en 1972, una producción francesa que ganó un Oscar por mejor película de habla no inglesa; Jim Sharman estrena en 1975 esa comedia ultra loca tipo musical, El show de horror de Rocky; y a mediados de los setenta, por no adentrarnos mucho más, aparecen tres películas que impresionaron al público del momento: La piel dura de Francoise Truffaut, El imperio de los sentidos de Nagisa Oshima, y Saló o los 120 días de Sodoma de Pier Paolo Pasolini, el último filme del italiano antes de ser asesinado.

La libertad autoral no sólo se respiraba, parecía ser exigida por un público también más exigente. “La gente comenzaba a asistir más al cine”, decía mi abuelo, refiriéndose al público mexicano viendo el cine nacional. Había una reconciliación en el fondo y la forma, es decir, en el contenido y la técnica. El cine nacional respondía a la actualidad global, también era competitivo. Proponía, reflexionaba, criticaba, declaraba que existía.

Apareció una larga lista de nombres que luego consolidaron sus carreras, como Felipe Cazals, Alfredo Joskowicz, Alberto Isaac, José Estrada, Jorge Fons, Arturo Ripstein (que ya venía de antes), Paul Leduc, Nicolás Echeverría, Raúl Araiza, Jaime Humberto Hermosillo, Julián Pastor… En fin, no terminaría en este momento de enumerarles tampoco los títulos que son imperdibles. Por mencionar algunos están Reed, México insurgente de 1970, Mecánica nacional de 1971, El castillo de la pureza de 1972, Tívoli de 1974, Canoa y La pasión según Berenice de 1975. ¡Uf! Larga lista, pero los que quieran saber más pueden buscar información en los libros, en las hemerotecas y hasta preguntarles a sus familiares.

Luego esto no duró para siempre, se acabó la bonanza porque se acabó el sexenio. Llegó la nefanda Margarita López Portillo, hermana del nuevo presidente, José López Portillo o Jolopo como todos lo conocemos hoy. Pero ese nepotismo no sirvió más que para volver a joder al cine nacional. Ni para ponernos tristes, no vale la pena recordar cómo esta mujer desmanteló toda la industria y luego le dio entrada a viejas como Sasha Montenegro, una dizque actriz bien buenota, con unas chichotas, que a la menor provocación se encueraba y que por cierto, se casó con el Jolopo.

No, eso no lo quiero contar ya, ni quiero contarles lo que pasó después. Eso ya no forma parte de mi exposición en esta clase, ni quiero aburrirlos con tanto verbo. Sólo quiero cerrar esta participación con lo que pienso sobre el cine, sus historias y el rescate de sus crónicas. El cine es también lo que aquí les cuento, la memoria de nuestro país, de nuestra cultura e identidad. Es rememorar que el cine mexicano tuvo un camino, lleno de baches bien ojetes a veces, pero que por momentos ahí medio se logró asentar. No es choro, no es sermón. Es testimonio y vida. ¡Ah, pero no se crea, profe! También es investigación sustentada con información de la hemeroteca, la videoteca y la biblioteca.

Ya hace seis años que murieron mis abuelos en un accidente automovilístico, iban a Acapulco. Cada día que pasa los extraño y a sus anécdotas, pero sus historias me hicieron ver al cine como industria, como medio, como arte, y como parte de mi vida, de mi historia. No porque mi familia la haya vivido, sino porque es lo que me precedió a mí y a todos nosotros. Es la trayectoria de los jóvenes que buscaron darle una voz digna a sus historias, de las crisis que atravesaron, de los sueños que plasmaron. Porque el cine además de arte, de instrumento político o social, es también la voz del pueblo, o eso dicen ¿no? Yo estoy cierto de que sí y que vale la pena recordarlo.

* “Manifiesto del grupo Nuevo Cine”, Nuevo Cine, año 1, núm.1, México: FCE, abril de 1961, p. 3.

miércoles, 31 de agosto de 2016

¡Salud, don Ramón!


Recuerdo a mi abuelo jodiendo a mi abuelita: "¡Rebeca! ¡Rebeca! Así te hubieran puesto, ese nombre está bien feo como tú", o retándonos los fines de semana: "Abuelito, ya vamos a bañarte" "¿Qué, bañarme? ¡Báñate tú, si tanto te gusta!". Y así, como nene rezongón, pero nada más de dientes para afuera.

Él siempre fue el más trabajador, pensativo, silencioso. Odiaba la música y la tele. A veces trataba de leer el periódico, pero en general le molestaba incluso charlar, era demasiado para él. Mi abuelo era sabío, cuando escuchaba chismes solía cerrar la plática con un: "Ya están viejos, ahí que se hagan bolas".



Aún así, me contó de la época en la que de adolescente huyó de casa porque ya no aguantaba el trabajo de peón en la hacienda de su padre, un viejo cruel y ricachón. Mi abuelo llegó a construir su casa en México con los materiales que mi abuela pepenaba de un brazo del Río Churubusco sobre un terreno de la periferia -en ese entonces-, pagando cada metro cuadrado a crédito semanal.

Él que consolaba a sus hijos chillones restregando fuerte las lágrimas y cargándolos con cariño; que lavaba la casa o guisaba para toda la familia casi a diario; él que vendía zanahorias, luego lechugas en el Mercado de Jamaica; don Ramón, que nunca se quejó de la tortura que la diabetes poco a poco le produjo.

Él que amaba las plantas y me contó cuando otro bracero le enseñó a leer cuando se fue a la pizca de naranja y algodón en California para sostener a su familia.

Mi abuelo Ramón nació el 31 de agosto de 1924 en San Francisco del Rincón, Guanajuato y por fin descansó de tanto quehacer en mayo de 2015. Feliz cumple al abuelo, ahora que temine mi quehacer me tomaré una chela con él.