A veces me desconciertan los jóvenes que se sorprenden con películas y libros que son considerados clásicos o con hechos que transformaron la vida del mundo entero. Luego me acuerdo de que voy a cumplir 30. Me recuerdo mi propia ignorancia y que he sido joven y que estoy en edad de entrar en crisis y que qué flojera debí haber dado (o doy) y entiendo que ser snob es empezar desde el silabario, enorgullecerse de dominarlo para poder pedir golosinas o paseos.
Después, reprimo a la criticona que vive en mi cabeza, la que ocupa 70 por ciento del espacio allí. Pienso en lo que pensaba antes de desconcertarme por los chavos. Es decir, vuelvo a pensar en Hacienda, en mis cuentos y ensayos dejados a medias, en esas cosas que nadie acaba de hacer, supongo.
Entonces pienso en lo frívolos que son los que dan like a las mascotas que sufren y los que se quejan online de que una institución gubernamental publicó una falta de ortografía en su cuenta oficial de tuiter y de los que citan a Cohelo y los que hacen memes que se burlan de los que leen a Cohelo y ya no pienso en mis deudas por un rato.
También pienso mucho en que no pienso nada, en que al agitar mi cabeza se puede oír perfectamente un balín claqueando en las paredes de mi cráneo. Pienso en que pensar sería divertido si supiera cómo y que debería aprender a bailar o plantar mis propios jitomates en casa para no consumir plaguicidas. Luego me siento un poco como Johnny, el del fusil, o como el Bulto Retes, y creo que yo también estoy allí de dientes para adentro, aislada.
Tal vez debería salir a caminar un rato en lugar de trabajar. O publicar esto en algún lado, me digo, pero entonces me avergüenza todo lo escrito, porque a final de cuentas es lo mismo que todos los demás han dicho. Y me acuerdo de todo lo que tengo que leer y de todo lo que tengo que ordenar y de todo lo que debería evaluar y ya nada más pienso en pensar.
Sonido blanco. Me concentro en pensar. Mis neuronas ya ni vibran. Mi estómago se estremece de forma permanente. Ahora entiendo por qué no soy más gorda pero soy panzona. Se llama colitis, se llama gastritis, se llama ansiedad, se llama cualquier cosa menos mariposas en el estómago. Podría ser mi hígado el que falle, después de todo, nunca he sido afecta al alcohol, pero sí a la bilis.
Y me pregunto si tiene sentido todo lo que he leído, pero con un procesador nano como el mío, es muy claro que no. Y me pregunto por todo lo visto, en el cine y lo poco en el teatro, el mucho en la tele y tanto en las computadoras. Entonces me doy cuenta de que no he hecho nada provechoso con toda esa información y de que por eso me enfadan los jóvenes que se sorprenden con los finales alternativos de Los olvidados.Otra vez quejándome de los retoños que no entiendo.
Algunos mirarán y afirmarán que no, no soy una jovencita, pero no soy tampoco una vieja. Como cuando uno es niño y quiere ser “grande” y en el preámbulo de ser grande sólo consigue ser un mocoso con acné y sin permiso para salir de noche, haciendo siempre planes de fuga. Lo bueno, o lo malo, es que no tengo energía ya para dedicarla a planear con intensidad, sino que es hora de actuar. Estoy aterrada.
La ignorancia nunca ha sido limitación para aventarse a la “viva México”, al contrario: las alas de la libertad de las malas decisiones se despliegan por ignorancia. El problema es que ahora no soy tan ignorante como hace quince años, sino que soy consciente de mi ignorancia y de todo lo que no sé, así que estoy segura de que habrá consecuencias.
Pienso, creo que lo hago, en Sombras sobre el Hudson. Los personajes sabían que terminaría mal, pero hicieron lo que necesitaban hacer. Nada podría ser más pesimista, ni la novela de narcos El poder del perro, por ejemplo, ni siquiera esa novela es tan pesimista cono la historia de judíos neoyorquinos de Isaac Bashevis Singer.
En una nota promovida en feisbuc, Mila Kunis (una de las afroditas de moda, clones entre sí las mujeres del star system) afirmó que ella está segura de que se puede aprender de los errores de los demás. En Sombras sobre el Hudson la tesis es exactamente la opuesta: no importa la pasión con que se trasgreda, si el inicio es malo (para Bashevis Singer esto se puede interpretar como si te sales del huacal judío) terminará mal porque así es el ser humano, imbécil de origen, propenso a la imbecilidad y a sabotearse.
He conocido un par de jóvenes menores que yo, que se esfuerzan por no repetir los errores de las otras mujeres de su familia. Es maravilloso. Yo, en cambio, parezco haber heredado un gen que me impide dilucidar entre lo que sirve y lo que no, el que hace que uno se olvide de cómo es que se piensa.
En esta vía circular sobre la que me deslizo como sobre patines en el hielo me lleva a justificar (después de haberlos juzgado) a los que dan like a los perritos maltratados y a los chistes sexistas, pues tal vez han sufrido tanto el mundo que no quieren pensar en los niños que tienen hambre y se la calman con pegamento; o sufren por sus parientes de Michoacán, Guadalajara, Chihuahua, Guanajuato, Veracruz o Chiapas metidos al narcocultivo y al narcotráfico para acabalar sus gastos; me doy cuenta de que todos tenemos un pariente que emigró, legal o ilegalmente; un pariente que padece una enfermedad terminal; de que la muestra que el Munal trajo de la colección del Musée d’Orsay es mediocre; de que mi computadora no soporta páginas japonesas diseñadas para capacidades de descarga infinitamente superiores a la más “alta tecnología” de nuestro país y de que últimamente la gente de mi círculo está más desconsolada que de costumbre .
En mi generación, en mi círculo, pasamos cada día más tiempo en la oficina que en la vida. Por eso tantos likes, por eso tanto feisbuc y tanto blog. Como si no fuera suficiente, el diagnóstico de Zygmunt Bauman es más preciso que nunca: “el éxito del invento de Zuckerberg consiste en haber entendido necesidades humanas muy profundas, como la de no sentirse solo nunca (siempre hay alguien en el planeta que puede ser tu “amigo” y vivir en un mundo virtual donde no hay dificultades ni riesgos”.*
Mis pensamientos se van por la vereda tropical mientras de fondo el radio de una compañera de trabajo toca a Laura Pausini, su éxito noventero “Se fue”. Mis pensamientos se van por el drenaje y desembocan en Orwell, otra vez, George Orwell en el inicio de mi vida, 1984, cuando Winston y Julia se reunían para hacer el amor en un cuchitril. Tal vez la escena más esperanzadora, la más tierna, es la tarde en que tras levantarse de la cama escuchan la voz de una mujer que lava y, mientras lo hace, canta con pasión una cancioncilla de amor en boga. Y prefiero no hacer más como que pienso.