lunes, 3 de marzo de 2014

Despedida

Luchita en su casa, primavera de 2010.
Foto: Elisa Aguilar Funes
Palabras que sean bellas, claras, precisas, que describan fielmente los recuerdos, que brillen a los ojos de otros para poder explicarme. Mi abuelita murió al cabo de 29 años de haberla tenido en mi vida. 


Por un error burocrático, idiosincrático, su nombre fue Lucy. Nació en los Estados Unidos el 13 noviembre de 1924. Como adulta, por miedo y necesidad de trabajar, tuvo la oportunidad de acudir a esos formidables burócratas pirata de la Plaza Santo Domingo en el Centro Histórico de la ciudad de México. Exitosamente, mi abuela obtuvo una nueva acta de nacimiento en la cual se llamaba María de la Luz y su fecha de nacimiento era cualquiera otra. 

Entre sus habilidades aprendió a patinar sobre el hielo de lagos congelados; sabía hablar inglés, pero lo olvidó con los años; y rezar, lo que nunca olvidó de la escuela de monjas en que estudió la primaria, fe que su propia abuelita le fomentó en años posteriores ya instalada en Michoacán.
 
Mi abuela tuvo virtudes heroicas, no exagero: crió a sus hermanos menores e incluso a sus hermanastros; se levantaba a las cuatro de la mañana durante los años en Zamora para poner el nixtamal y llevarlo al molino. La jornada incluía lavado a mano en las piedras del ojo de agua cercano, mientras su madrastra se dedicaba a tareas menos duras. 

No he contado por qué la familia de mi abuela dejó el país del norte. Sus padres venían de los Altos de Guadalajara y de Zamora, Michoacán. La madre de mi abuela padecía anemia o malaria o ambas, a saber, mi abuelita no pudo precisarlo. Cuando tuvo el último embarazo se debilitó mucho y los médicos norteamericanos le recomendaron ir a tierras cálidas. Regresaron a Guadalajara y de ahí, mi bisabuelo Aurelio, padre de María de la Luz, llevó la tropa a Michoacán. En esa época, Aurelio enviudó y mi abuela quedó a cargo, como he dicho, de sus hermanos menores.

Mi abuela alrededor de 1923.
Los hermanos varones crecieron y estudiaron. De las mujeres, sólo mi abuela tenía obligaciones de las que sus medias hermanas estaban exentas, así que se perfeccionó en las artes del hogar del campo mexicano. Igual que su madre, padeció los fríos (malaria), anemia y sus articulaciones empezaron a deteriorarse.

Una vez que su hermano menor estuvo en edad de aspirar a estudios de nivel superior, mi abuela fue comisionada para acompañarlo al Distrito Federal con la tarea de lavar su ropa, pues ¿cómo iba a andar sucio en el Instituto Politécnico Nacional? ¿Qué iba a comer o quién iba a servirle?

Cada jornada, el hermano regresaba con la bata bañada de grasa al cabo de sus prácticas con motores. Mi abuelita Lucha tallaba y batallaba con jabón hasta que, un día, otras señoras le recomendaron usar gasolina blanca. Santo remedio, "quedaban bien blanquitas sus batas".

Mi abuela pudo haber sido una bruta, pero no lo consiguió. Contra todo pronóstico para una mujer de aquellos años, tenía aspiraciones. En México, no entiendo bien a bien en qué momento, y ya no está aquí para corregirme, se fue a vivir por su cuenta. Por una parte, durante los estudios de sus hermanos, se dedicó a robarles los libros en secreto. Especialmente le gustaba leer los de geografía, volúmenes que después regresaba sigilosamente a su sitio para que nadie notara que estaba tratando de no ser sólo el apoyo de alguien más.

Una vez que se independizó se fue a vivir con "una señora y su hija", no pregunten los títulos, no supe quiénes eran estas personas o por qué mi abuela llegó a instalarse con ellas. Deduzco que fueron razones de trabajo. Mi abu cosía los pliegues finos de las camisas, como los alforzados de las guayaberas, de modo que obtuvo una nueva especialización en la máquina de coser. Ganaba dinero propio, no tenía que dar cuentas a nadie e incluso podía destinar unos centavos para ir al cine alguna vez.

Contaba mi abue que cuando andaba por la calle ocurrió, no una, sino en varias ocasiones, que mientras daba sus pasitos por las banquetas algún Judas de viejo le robaba besos de improviso. Cuando mi hermana y yo le preguntamos cómo reaccionaba, mi abuela decía que la tomaban por sorpresa y que se quedaba pasmada... Ay, abue, ¿pues cómo? Ella nos respondía que al menos los viejos no se miraban feos, que estaban guapos.


Un día supo que el Servicio Postal Mexicano requería empleados, así que se presentó para hacer las pruebas. Iba a ser un avance importante dado que al fin tendría prestaciones. Sería excelente para ella, una prófuga del metate, una fumadora pasiva, pero empedernida de las leñas del bracero.

Había que pasar dos pruebas y una era de geografía, para lo cual mi abuela estaba preparada. Pero la otra era nada menos que matemáticas. Mientras el grupo resolvía los exámenes, un hombre le propuso a mi abuela: "Le resuelvo lo de matemáticas, pero usted écheme la mano con el de geografía", plan que consumaron con éxito rotundo. Ya mi abuela se figuraba empleada de Sepomex cuando en medio de ensoñaciones y plática comentó que era estadounidense por nacimiento. Una de las señoras con las que charlaba le advirtió que no conseguiría un puesto allí debido a que no iban a contratar extranjeros, solamente mexicanos. Despavorida, mi abue corrió, como ya he dicho, a la Plaza Santo Domingo, lugar de tradición donde se emiten diplomas, títulos, facturas y actas de todo tipo por un módico precio al margen de la legalidad. Fue un esfuerzo inútil, a final de cuentas, no fue necesario ocupar el documento apócrifo...

De allí podemos saltar a las taquillas de correos. Finalmente, mi abuelita consiguió ser vendedora de estampillas y era muy feliz. Y esa etapa de tranquilidad, de madurez en algún momento fue alterada por un compañero de trabajo ocho años menor que ella. Un bohemio que tocaba la guitarra y gustaba de empinar el codo con frecuencia, mi abuelo. 


Mi abuelita vivió de todo con él, pero nunca dejó de luchar, como si su nombre, su sobrenombre, fuera una consigna para ella. Dedicó muchos años a trabajar porque el abuelo no aportaba lo necesario para sostener el hogar con todo y que también era ruletero (supe que tuvo un cocodrilo). 

De él sé poco. Recuerdo su muerte sobre todo y una grabación en la que todos los primos participamos, un audiocuento de Caperucita Roja. Fue una producción casera, improvisada, en la que mis primos fueron sonidistas y actores bajo la dirección severa de mi abuelo. Recuerdo que mi abuela sufrió por él, sobre todo en sus últimos días, diabético, con los riñones arruinados antes de tiempo. El abuelo se fue hace 24 años.


Hace unos días, mi abuelita libró su última batalla. Sufrió, fue torturada sin razón. Tuvo que luchar incluso para darse a luz a sí misma a lo que sea que sigue (si sigue algo, ella ya lo sabe). Una amiga mía me ha recordado que lo que queda vivo de quien amamos es lo bueno que nos legó. Esta buena amiga también me recordó que mi abuela finalmente se desprendió de un cuerpo, de una materialidad en la que padecía. Por supuesto, me reconforta.

Mi abuelita Lucha se fue un poquito después del día del amor. Acompaña a mi abuelo en una colina verde. Agradezco haber podido hablarle un poco antes, haberle dado la mano al menos un rato y haber podido besar su frentesita pálida. No tengo más que buenos recuerdos de mi abuela. Hay mucho que contar de ella, pero por ahora esto es lo que puedo compartir.


Mi abuelita, mi hermana y yo en la navidad de 2009.